La liebre siempre se reía de la tortuga, porque era muy lenta. —¡Je, ¡el En realidad, no sé por qué te molestas en moverte -le dijo.
-Bueno -contestó la tortuga-, es verdad que soy lenta, pero siempre llego al final. Si quieres hacemos una carrera.
-Debes estar bromeando -dijo la liebre, despreciativa- Pero si insistes, no tengo inconveniente en hacerte una demostración.
Era un caluroso día de sol y todos los animales fueron a ver la Gran Carrera. El topo levantó la bandera y dijo: -Uno, dos, tres… ¡Ya!
La liebre salió corriendo, y la tortuga se quedó atrás, tosiendo en una nube de polvo. Cuando echó a andar, la liebre ya se había perdido de vista.
Pero cuál no fue su horror al ver desde lejos cómo la tortuga le había adelantado y se arrastraba sobre la línea de meta. ¡Había ganado la tortuga! Desde lo alto de la colina, la liebre podía oír las aclamaciones y los aplausos.
-No es justo -gimió la liebre- Has hecho trampa. Todo el mundo sabe que corro más que tú.
-¡Oh! -dijo la tortuga, volviéndose para mirarla- Pero ya te dije que yo siempre llego. Despacio pero seguro.
-No tiene nada que hacer -dijeron los saltamontes- La tortuga está perdida.
. “¿Para qué voy a correr? Mejor descanso un rato.”
Así pues, se tumbó al sol y se quedó dormida, soñando con los premios y medallas que iba a conseguir.
La tortuga siguió toda la mañana avanzando muy despacio. La mayoría de los animales, aburridos, se fueron a casa. Pero la tortuga continuó avanzando. A mediodía pasó ¡unto a la liebre, que dormía al lado del camino. Ella siguió pasito a paso.
Finalmente, la liebre se despertó y estiró las piernas. El sol se estaba poniendo. Miró hacia atrás y se rió:
—¡Je, ¡el ¡Ni rastro de esa tonta tortuga! Con un gran salto, salió corriendo en dirección a la meta para recoger su premio.
El ángel de la guarda
Había una vez, un pueblo que estaba escondido detrás de unas altas montañas. Un día se estaba celebrando una fiesta muy grande, en la que un pequeño niño tocaba un tambor y dijo:
– ¡Esto si es una fiesta! ¡Qué gran diversión!
Y fue de un momento a otro cuando, a pesar de la algarabía por la alegria y las canciones, cuando se empezó a escuchar el sonido de una campana. Los habitantes extrañados de la situación comenzaron a preguntarse:
– ¿Alguien sabe dónde está la campana? – y al mismo tiempo miraban los alrededores para ver si la podían hallar.
Ante el fracaso de todos, el rey se dirigió al pueblo y ofreció una gran recompensa al que la encontrase. Muchos niños salieron velozmente por todo el bosque con el objetivo de encontrar la campana. Uno de los pequeños se encontró con un conejito que estaba dorándose al sol, y le preguntó:
– ¿Has visto tú, querido conejito, la campana misteriosa?
– Jamás la he visto, ni siquiera he escuchado de tal campana –respondió muy tranquilo el conejito.
Ante tal respuesta los niños siguieron buscando por todo el bosque, y se adentraron aún más en el bosque. Después de un rato se encontraron con un burrito que en ese momento estaba comiendo hierba. Los niños ansiosos por ver si encontraban la campana le preguntaron:
– ¿Acaso sabrás tú dónde podemos hallar la campana?
El burrito un poco desconcertado les respondió:
– ¿Campana? En este bosque nunca van a encontrar a esa dichosa campana.
Muy desalentados por las respuestas, los niños regresaron a sus casa, todos excepto uno, el hijo del rey, el cual siguió con energía y optimismo en busca de la campana invisible.
Un rato más tarde vio a un búho que estaba encima de la rama de un árbol y le preguntó:
– Seños búho, ¿sabe usted dónde puedo hallar la campana?
– Yo nunca he escuchado esa campana de la que hablas – respondió el búho al pequeño niño.
Después de haber caminado unos metros, junto frente a él, apareció un niño vestido de blanco. Raúl, que era el nombre del hijo del rey, le dijo al niño vestido de blanco:
-¿También has venido en busca de la misteriosa campana?
-No, para nada – respondió el niño – ¿Y por qué la buscas tú, al final eres el hijo del rey, así que no necesitas la recompensa?
-Es verdad, pero yo la buscaba para que todo el pueblo la viese. Si la encuentro me la llevaría a palacio y así todos los habitantes podrían ver como luce y escuchar cómo suena –dijo el hijo del rey muy sabiamente.
Al escuchar las palabras de Raúl, el niño vestido de blanco se quedó muy sorprendido por la inteligencia y amabilidad que salía en cada una de esas palabras y le dijo:
– Estás muy preocupado por tu pueblo, y admiro mucho eso. ¡Mira, aquí tienes la campana! Solo tú has podido hallarla y ha sido tu generosidad y amor los que te lo han permitido.
– Tienes razón, a mi me complace ver que todos sean felices –respondió con mucha amabilidad Raúl- el día que gobierne mi pueblo velaré por el bienestar de todos para lograr que me quieran mucho.
Cuando terminó de hablar el joven príncipe le pregunto al niño vestido de blanco, que en realidad era su ángel de la guarda, que si podía llevarse la campana al palacio. Ante tal petición él le respondió:
– Lo siento pero no, ya no la volverás a ver de nuevo en la vida a menos que faltes a tu promesa de ser un buen rey. Si alguna vez esto ocurre escucharás nuevamente los campanazos.
Esa noche el niño se quedó a dormir en el bosque y mientras dormía el buen ángel veló por su sueño. En la mañana siguiente el ángel ayudó al pequeño príncipe a llegar al palacio y cuando lo embarcó en la barca para cruzar el río le dijo:
– Siempre te voy acompañar donde quieras que vayas. No lo olvides jamás.
Al llegar a palacio, el rey le preguntó a su hijo:
– ¿Dónde has estado?
– En busca de la campana, y la he encontrado pero no pude cogerla porque estaba muy alta, llegaba casi a las estrellas – le dijo el joven príncipe a su padre.
Años más tardes, Raúl fue nombrado rey y jamás olvidó la promesa que le había hecho a su ángel el cual cada vez que veía que él iba a tomar una mala decisión tocaba la campana. Cada vez que esto sucedía el rey Raúl se arrepentía de lo que pensaba hacer.
El mago Merlín
Hace muchos años, cuando Inglaterra no era más que un puñado de reinos que batallaban entre sí, vino al mundo Arturo, hijo del rey Uther.
La madre del niño murió al poco de nacer éste, y el padre se lo entregó al mago Merlín con el fin de que lo educara. El mago Merlín decidió llevar al pequeño al castillo de un noble, quien, además, tenía un hijo de corta edad llamado Kay. Para garantizar la seguridad del príncipe Arturo, Merlín no descubrió sus orígenes.
El mago merlín
Cada día Merlín explicaba al pequeño Arturo todas las ciencias conocidas y, como era mago, incluso le enseñaba algunas cosas de las ciencias del futuro y ciertas fórmulas mágicas.
Los años fueron pasando y el rey Uther murió sin que nadie le conociera descendencia. Los nobles acudieron a Merlín para encontrar al monarca sucesor. Merlín hizo aparecer sobre una roca una espada firmemente clavada a un yunque de hierro, con una leyenda que decía:
“Esta es la espada Excalibur. Quien consiga sacarla de este yunque, será rey de Inglaterra”
Los nobles probaron fortuna pero, a pesar de todos sus esfuerzos, no consiguieron mover la espada ni un milímetro. Arturo y Kay, que eran ya dos apuestos muchachos, habían ido a la ciudad para asistir a un torneo en el que Kay pensaba participar.
Cuando ya se aproximaba la hora, Arturo se dio cuenta de que había olvidado la espada de Kay en la posada. Salió corriendo a toda velocidad, pero cuando llegó allí, la puerta estaba cerrada.
Arturo no sabía qué hacer. Sin espada, Kay no podría participar en el torneo. En su desesperación, miró alrededor y descubrió la espada Excalibur. Acercándose a la roca, tiró del arma. En ese momento un rayo de luz blanca descendió sobre él y Arturo extrajo la espada sin encontrar la menor resistencia. Corrió hasta Kay y se la ofreció. Kay se extrañó al ver que no era su espada.
Arturo le explicó lo ocurrido. Kay vio la inscripción de “Excalibur” en la espada y se lo hizo saber a su padre. Éste ordenó a Arturo que la volviera a colocar en su lugar. Todos los nobles intentaron sacarla de nuevo, pero ninguno lo consiguió. Entonces Arturo tomó la empuñadura entre sus manos. Sobre su cabeza volvió a descender un rayo de luz blanca y Arturo extrajo la espada sin el menor esfuerzo.
Todos admitieron que aquel muchachito sin ningún título conocido debía llevar la corona de Inglaterra, y desfilaron ante su trono, jurándole fidelidad. Merlín, pensando que Arturo ya no le necesitaba, se retiró a su morada.
Pero no había transcurrido mucho tiempo cuando algunos nobles se alzaron en armas contra el rey Arturo. Merlín proclamó que Arturo era hijo del rey Uther, por lo que era rey legítimo. Pero los nobles siguieron en guerra hasta que, al fin, fueron derrotados gracias al valor de Arturo, ayudado por la magia de Merlín.
Para evitar que lo ocurrido volviera a repetirse, Arturo creó la Tabla Redonda, que estaba formada por todos los nobles leales al reino. Luego se casó con la princesa Ginebra, a lo que siguieron años de prosperidad y felicidad tanto para Inglaterra como para Arturo.
“Ya puedes seguir reinando sin necesidad de mis consejos -le dijo Merlín a Arturo-. Continúa siendo un rey justo y el futuro hablará de tí”
El enano saltarín
Cuentan que en un tiempo muy lejano el rey decidió pasear por sus dominios, que incluían una pequeña aldea en la que vivía un molinero junto con su bella hija. Al interesarse el rey por ella, el molinero mintió para darse importancia: – Además de bonita, es capaz de convertir la paja en oro hilándola con una rueca. El rey, francamente contento con dicha cualidad de la muchacha, no lo dudó un instante y la llevó con él a palacio.
El enano saltarín
Una vez en el castillo, el rey ordenó que condujesen a la hija del molinero a una habitación repleta de paja, donde había también una rueca: – Tienes hasta el alba para demostrarme que tu padre decía la verdad y convertir esta paja en oro. De lo contrario, serás desterrada. La pobre niña lloró desconsolada, pero he aquí que apareció un estrafalario enano que le ofreció hilar la paja en oro a cambio de su collar.
La hija del molinero le entregó la joya y… zis-zas, zis-zas, el enano hilaba la paja que se iba convirtiendo en oro en las canillas, hasta que no quedó ni una brizna de paja y la habitación refulgía por el oro. Cuando el rey vio la proeza, guiado por la avaricia, espetó: – Veremos si puedes hacer lo mismo en esta habitación. – Y le señaló una estancia más grande y más repleta de oro que la del día anterior.
La muchacha estaba desesperada, pues creía imposible cumplir la tarea pero, como el día anterior, apareció el enano saltarín: – ¿Qué me das si hilo la paja para convertirla en oro? – preguntó al hacerse visible. – Sólo tengo esta sortija – Dijo la doncella tendiéndole el anillo. – Empecemos pues, – respondió el enano. Y zis-zas, zis-zas, toda la paja se convirtió en oro hilado.
Pero la codicia del rey no tenía fin, y cuando comprobó que se habían cumplido sus órdenes, anunció: – Repetirás la hazaña una vez más, si lo consigues, te haré mi esposa – Pues pensaba que, a pesar de ser hija de un molinero, nunca encontraría mujer con dote mejor. Una noche más lloró la muchacha, y de nuevo apareció el grotesco enano: – ¿Qué me darás a cambio de solucionar tu problema? – Preguntó, saltando, a la chica.
– No tengo más joyas que ofrecerte – y pensando que esta vez estaba perdida, gimió desconsolada. – Bien, en ese caso, me darás tu primer hijo – demandó el enanillo. Aceptó la muchacha: “Quién sabe cómo irán las cosas en el futuro” – Dijo para sus adentros. Y como ya había ocurrido antes, la paja se iba convirtiendo en oro a medida que el extraño ser la hilaba.
Cuando el rey entró en la habitación, sus ojos brillaron más aún que el oro que estaba contemplando, y convocó a sus súbditos para la celebración de los esponsales. Vivieron ambos felices y al cabo de una año, tuvieron un precioso retoño. La ahora reina había olvidado el incidente con la rueca, la paja, el oro y el enano, y por eso se asustó enormemente cuando una noche apareció el duende saltarín reclamando su recompensa.
– Por favor, enano, por favor, ahora poseo riqueza, te daré todo lo que quieras. – ¿Cómo puedes comparar el valor de una vida con algo material? Quiero a tu hijo – exigió el desaliñado enano. Pero tanto rogó y suplicó la mujer, que conmovió al enano: – Tienes tres días para averiguar cuál es mi nombre, si lo aciertas, dejaré que te quedes con el niño.
Por más que pensó y se devanó los sesos la molinerita para buscar el nombre del enano, nunca acertaba la respuesta correcta. Al tercer día, envió a sus exploradores a buscar nombres diferentes por todos los confines del mundo. De vuelta, uno de ellos contó la anécdota de un duende al que había visto saltar a la puerta de una pequeña cabaña cantando: – “Yo sólo tejo, a nadie amo y Rumpelstilzchen me llamo”
Cuando volvió el enano la tercera noche, y preguntó su propio nombre a la reina, ésta le contestó: – ¡Te llamas Rumpelstilzchen! – ¡No puede ser! – gritó él – ¡No lo puedes saber! ¡Te lo ha dicho el diablo! – Y tanto y tan grande fue su enfado, que dio una patada en el suelo que le dejó la pierna enterrada hasta la mitad, y cuando intentó sacarla, el enano se partió por la mitad.
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